La economía no es un asunto neutral, articulo de opinión de Manuel Bellido

Observo que crece cada vez más en la sociedad una tendencia visiblemente sostenible. Se compran coches eléctricos, aumenta el uso diferencial de cubos en las casas para separar la basura, se reducen residuos, se favorecen las opciones de economía circular. Las empresas no hacen más que basar sus mensajes en la sostenibilidad, algunas convencidas y otras por puro postureo o marketing; muchas introducen el trabajo inteligente, mientras intentan reducir el consumo de energía, especialmente de fuentes fósiles. Hay quienes hablan, en general, de «decrecimiento», mientras hay quienes prefieren hablar de la necesidad de «otro tipo de desarrollo», poniendo el acento en la implantación de buenas prácticas más que en la ralentización del impulso económico. Ciertamente, la pandemia del Covid-19, la crisis económica y el cambio climático parecen haber dado un nuevo impulso a las perspectivas de mejora del equilibrio entre la mera producción económica y el bienestar de las personas y el medio ambiente. Me llamó mucho la atención cuando en 2017 escuché al Papa Francisco recordar la necesidad de actuar siempre por el bien común, en la celebración del cincuentenario de la Populorum Progressio, subrayando que “el desarrollo integral es el camino del bien que la familia humana está llamada a recorrer”.

Por otra parte, la comunidad científica indica que, a través de políticas encaminadas a mejorar los servicios universales y desligándose paulatinamente del objetivo de crecimiento continuo, los países más ricos pueden seguir generando prosperidad para sus comunidades logrando utilizar menos recursos y menos energía. Un objetivo ciertamente nada fácil ni obvio, teniendo en cuenta que gran parte de la economía mundial se estructura en torno al crecimiento, como si las empresas, industrias y naciones debieran aumentar la producción cada año, si o si, sin tener en cuenta si esto es necesario. Muchos expertos y también la ONU, subrayan que precisamente la reducción de la producción innecesaria es uno de los objetivos a perseguir para favorecer el medio ambiente. No solo la menor dependencia de los combustibles fósiles, sino también, por poner solo un par de ejemplos, el abandono de la llamada moda rápida (definida por muchos como moda usa y tira) y la obsolescencia programada de los electrodomésticos.

Me convenzo cada día más que necesitamos pasar de una dimensión de crecimiento infinito a una dimensión en la que podamos pensar en otros parámetros de desarrollo de la sociedad, parámetros cualitativos y no cuantitativos. Un científico me comentaba el otro día que el crecimiento infinito no existe en ninguna ley de la física ambiental. Y por eso el tema del decrecimiento debe alertarnos sobre el modo de vida en nuestros contextos urbanos, donde vive el 80% de la población humana.

No se trata de una reducción del desarrollo socioeconómico, sino trabajar en un desarrollo que, en lugar de consumir territorio y recursos, trabaje en la recuperación y la fluidez del ciclo ambiental, en ciudades «circulares», donde se construya desde abajo.

Este decrecimiento del que hablo no es la disminución indiscriminada del PIB, que los economistas definen como recesión, sino la reducción selectiva y controlada de los despilfarros e ineficiencias en los procesos de transformación de los recursos naturales. Si se reduce el consumo de recursos materiales y energéticos en origen además de la huella ecológica, también se reducen los costes. Los beneficios económicos son directamente proporcionales a los beneficios ecológicos. Un edificio bien aislado mantiene el confort térmico al consumir menos energía y, por tanto, reduce tanto las emisiones de CO2 como el importe de las facturas.

Si la política económica e industrial no estuviera dirigida al crecimiento del PIB, sino a la disminución selectiva y regulada de las ineficiencias y los despilfarros, se reduciría el impacto ambiental del sistema productivo, se reactivaría la economía y aumentaría el empleo.

El elemento cuantitativo del crecimiento económico habría que considerarlo incluyéndole el respeto que cada uno debe al prójimo como imagen visible del Dios invisible. Se trata de un “desafío cultural» que debe ser de alguna manera «liderado» con respeto para ayudar a la economía de mercado a seguir este proceso. A menudo la política que hoy nos gobierna no entiende la complejidad de temas como la eficiencia energética o el desarrollo integral de la persona.

La energía limpia, por ejemplo, se traduce en la sustitución de combustibles fósiles por fuentes renovables, pero también en la reducción de residuos. No tiene sentido producir energía a partir de fuentes renovables y utilizarla en un sistema económico y productivo que derrocha más de la mitad.

No basta con actuar sólo a nivel tecnológico, hay que actuar sobre el sistema de valores. Es necesario revalorizar las relaciones humanas basadas en la solidaridad, la importancia de la belleza y la gratuidad, el don recíproco del tiempo, terminar con la cultura del descarte, valorizar los bienes biológicos y culturales, la biodiversidad, porque es fundamental para la vida de las especies vivas superar el antropocentrismo. Solo el redescubrimiento de estos valores puede reducir el consumismo en el imaginario colectivo.

No puedo negar que en los últimos 200 años la vida de las personas que viven en áreas donde hay una economía de mercado ha mejorado, algo impensable hace solo unas décadas; nuestros abuelos temían morir de una infección y ni siquiera los poderosos gozaban de las condiciones higiénicas más elementales de las que disfruta hoy la gente normal.  Esto no significa que podamos estar satisfechos: aunque el camino que tomamos no era del todo malo, hay muchas cosas que corregir a favor de nuestra supervivencia, de nuestra casa común y de la familia humana que vive sobre el planeta.

Es necesarios intervenir cada vez que nos damos cuenta que nos hemos perdido y que acumular por acumular, genera solo desigualdad. Tampoco se trata de sustituir nuestras democracias por el “globalismo” que algunos que defienden la Agenda 2030 quieren impulsar creando un aparato central de planificación. Una gobernanza movida por la fatal presunción de imponer, quizás con lágrimas y sangre, a personas libres y responsables, su propia dirección de “viaje infalible”, haciéndola pasar por el “sentido de la historia”.

El sentido de la historia es la fraternidad. Nada de lo que hagamos tiene sentido si solo beneficia a unos pocos.